lunes, 11 de enero de 2010

El canto del gallo 1ª parte

Juana abrió los ojos y escudriñó las tinieblas. Estaba segura de haber oído algo.
—Eladio. ¡Eladio!
—¿Qué pasa?
—Hay alguien fuera.
Eladio tardó en contestar.
—¿Qué?
—Que hay alguien fuera.
—No digas tonterías, mujer. ¿Quién va…?
Pum, pum, pum.
Eladio abrió desmesuradamente los ojos. Alguien había golpeado la puerta.
—¿Quién anda ahí?
Pum, pum, pum, pum.
—¡Ya va, ya va! —exclamó buscando los pantalones.
Juana lo cogió del brazo.
—Eladio no abras.
—¿Qué dices?
—Por lo que más quieras, no abras. —Lo miró suplicante—. Acuérdate de lo de Carmela.
Eladio titubeó. Claro que se acordaba. ¿Cómo iba a olvidarlo? Podían callar, podían fingir que lo sucedido aquella espantosa madrugada sólo había sido un sueño, una especie de alucinación colectiva que había sumido a los habitantes del pueblo en un estado de histerismo y locura que todos preferían olvidar, pero sus miradas, sus silencios incómodos, los delataban cada vez que se despedían en un cruce de caminos, o a la salida del pueblo, cuando las sombras se alargaban y el silencio del ocaso rodaba entre las piedras.
—Está bien —dijo al fin—. Enciende el fuego y atranca las ventanas.
Juana se echó un mantón por lo alto y corrió hacia la chimenea. En cuestión de segundos un resplandor atigrado iluminó la habitación. Luego fue a la ventana y se aseguró de que los postigos estaban bien cerrados.
Fue en ese momento cuando lo sintieron. No era una sensación definible, ni siquiera reconocible, pero su intensidad, su violencia fría y desapasionada los dejó sin aliento.
Pumpumpumpumpum…
—¡Ayúdame! —exclamó Eladio corriendo hasta un arcón que hacía las veces de ropero.
Entre los dos arrastraron el mueble hasta la puerta. Sus miradas se cruzaron. El resplandor de la lumbre arrebolaba sus mejillas.
El primer embate sacudió la improvisada barricada con tanta violencia que el ropero se tambaleó adelante y atrás. Aterrorizada, Juana retrocedió hasta la chimenea y empezó a rezar un avemaría.
La segundo embestida fue todavía peor. Se oyó un crujido, como si la madera se hubiese astillado, y un polvo fino empezó a caer del techo.
Entretanto, Eladio había descolgado una escopeta de la pared y estaba metiendo un cartucho en la recámara. Un silencio helado se apoderó de la casa. Eladio levantó la escopeta y se preparó para lo peor. La puerta no aguantaría mucho más.

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