miércoles, 25 de noviembre de 2009

La Presa IV

Un sonido llamó su atención. Algo se había movido. Nega abandonó el claro y se internó en la espesura. El rastro lo condujo a un sotobosque de helechos y bromelias sobre el que flotaba una neblina tenue. Nega sabía que estaba allí, pero el tiempo jugaba en su contra. Si no daba pronto con ella tendría que regresar con las manos vacías.
Nega escudriñó la espesura una vez más. No apreció movimiento alguno. La selva estaba como aletargada. Con cuidado de no hacer ruido, se arrodilló, cogió un puñado de tierra y se lo llevó a la nariz. Permaneció en esa posición durante un rato, los ojos cerrados, la respiración contenida, concentrado únicamente en desenmarañar la trama de olores que impregnaba el interior de su puño. Finalmente encontró lo que buscaba y lo separó del resto. Venteó profundamente una, dos veces… y se precipitó en la espesura.
Durante unos segundos la jungla contuvo la respiración. Luego se oyó un alarido. Cientos de pájaros echaron a volar estremeciendo las copas de los árboles. Después volvió el silencio.
Nega se arrodilló junto al cadáver y lo observó detenidamente. Era una pieza magnífica, sobre todo para tratarse de una hembra humana. Aparte de la herida que había acabado con ella, un tajo preciso en la base del cuello del que aún manaba abundante sangre, era un espécimen sano y sexualmente maduro, como demostraba el abultamiento de su tripa. Nega le seccionó el vientre y extrajo el feto de su interior. A juzgar por su tamaño debía rondar los siete meses.
Justo como a él le gustaban.
FIN.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

La Presa III

A media mañana encontró lo que estaba buscando. Era un rastro débil, apenas una sombra en descomposición, pero era todo lo que necesitaba. Con el sol a su espalda, Nega dejó las tierras bajas y se internó en una zona escabrosa plagada de taludes y despeñaderos. Cruzó barrancos tan profundos que desde el fondo sólo se veía la noche estrellada, corrió crestas azotadas por el viento, y trepó a la copa de un árbol que parecía un corazón puesto del revés.
Por fin, poco antes del mediodía, se detuvo en medio de un claro. El terreno había sido removido recientemente. Nega se agachó y escarbó en el suelo. Enseguida encontró lo que buscaba. El proceso de descomposición ya había empezado. Las extremidades presentaban numerosos cortes e incisiones, como si el animal responsable de las mismas se hubiese ensañado con su presa. Nega dejó caer el cadáver donde estaba y se levantó. Aquello facilitaba las cosas. Con el macho muerto, ya sólo quedaba la hembra.
Su corazón volvió a latir con fuerza. Sabía que estaba allí, en algún lado. Su olor lo impregnaba todo. Era un olor acre y dulzón que le recordaba tiempos mejores, cuando él y su padre cazaban juntos y nadie se atrevía a cuestionar sus decisiones.
Todavía recordaba el día en que habían cazado juntos su última pieza. Era un macho imponente de siete pies de largo. Él y su padre lo habían acorralado en un desfiladero después de una persecución de casi dos días. Durante un rato habían jugado con él. Luego, su padre le había permitido matarlo a la antigua usanza, desnudo y sin armas. Era lo más parecido a un desafío que uno podía encontrar en aquella tierra que ahora llamaban hogar.
El cráneo aún estaba colgado de un poste en la entrada de casa. Recordaba a todos que era un cazador; pero también les recordaba que sin él y su familia ninguno de ellos estaría vivo.
Continuará...

martes, 10 de noviembre de 2009

La Presa II

Es verdad que una vez al año se organizaba una gran cacería que recordaba los viejos tiempos: se sacaban las pinturas de guerra, se bailaba hasta el amanecer y la selva se estremecía al son de los tambores; pero salvo en estas ocasiones, la caza estaba terminantemente prohibida fuera de los cotos.
Durante la última de estas cacerías, Nega se había internado en un valle profundo y escarpado siguiendo el rastro de un félido de gran tamaño. Al llegar al pie de una escarpadura, sin embargo, su olfato había captado algo diferente. A unos metros del suelo, en una pared rocosa, oculta entre plantas trepadoras, había una oquedad de aproximadamente un metro de diámetro. Intrigado, Nega había trepado hasta el agujero y se había asomado a su interior. Lo que había visto lo había dejado de piedra.
Al día siguiente, Nega se levantó antes del amanecer y salió en silencio del poblado. Nadie debía saber donde iba. Cuando se zambulló en el mar de helechos su mirada brillaba de forma extraña. Era una sensación que no sentía desde…
Encontrar el valle no fue difícil. La selva no tenía secretos para él. No era la primera vez que desobedecía a los Ancianos. Sus cacerías lo habían llevado a rincones remotos con anterioridad: páramos desérticos barridos por el viento, ciénagas crepusculares donde no se ponía el sol… Pero esto era diferente. Cuando el Consejo tomase una decisión ya sería demasiado tarde. No, tenía que hacerlo a su manera.
Continuará...

miércoles, 4 de noviembre de 2009

La Presa

Un sonido llamó su atención. Nega clavó la mirada en la espesura y esperó. Durante unos segundos no ocurrió nada. A esa hora, la selva, dos mil kilómetros cuadrados de helechos, raíces aéreas, bromelias, hojas del tamaño de paraguas y troncos legañosos cubiertos por un dosel de clorofila dormitaba a la luz plúmbea del mediodía. Atravesada por los rayos de sol, la transpiración del suelo se transformaba en una neblina tenue y dorada que moteaba el sotobosque. Un aroma intenso, entre dulzón y acre, apelmazaba el ambiente.
La quietud era tal que sólo un ojo acostumbrado a acechar en la espesura desde la infancia hubiese sido capaz de advertir el ligero estremecimiento que acababa de agitar una orquídea en el límite de su campo visual.
Intrigado, Nega salió de su escondrijo y salvó la distancia que lo separaba del tronco caído junto al que crecía la planta. Una vez allí se agachó y husmeó la tierra. Aquello no era lo que buscaba. Apretó los labios y levantó la cabeza. Un haz de luz agujereaba la cubierta vegetal iluminando la parte superior del tronco. Nega posó su mirada en el hervidero de hormigas que cubría la corteza. En esos momentos estaban dando buena cuenta del cadáver de un kuy, una cría, a juzgar por su tamaño. Ceñudo, se levantó y escudriñó la espesura.
Sabía que estaba allí, en algún lado, oculta y asustada, atenta a sus movimientos para echar a correr. Encontrarla era cuestión de tiempo. Pero precisamente eso era lo que él, el mejor cazador de su clan, no tenía.
Continuará...