miércoles, 4 de noviembre de 2009

La Presa

Un sonido llamó su atención. Nega clavó la mirada en la espesura y esperó. Durante unos segundos no ocurrió nada. A esa hora, la selva, dos mil kilómetros cuadrados de helechos, raíces aéreas, bromelias, hojas del tamaño de paraguas y troncos legañosos cubiertos por un dosel de clorofila dormitaba a la luz plúmbea del mediodía. Atravesada por los rayos de sol, la transpiración del suelo se transformaba en una neblina tenue y dorada que moteaba el sotobosque. Un aroma intenso, entre dulzón y acre, apelmazaba el ambiente.
La quietud era tal que sólo un ojo acostumbrado a acechar en la espesura desde la infancia hubiese sido capaz de advertir el ligero estremecimiento que acababa de agitar una orquídea en el límite de su campo visual.
Intrigado, Nega salió de su escondrijo y salvó la distancia que lo separaba del tronco caído junto al que crecía la planta. Una vez allí se agachó y husmeó la tierra. Aquello no era lo que buscaba. Apretó los labios y levantó la cabeza. Un haz de luz agujereaba la cubierta vegetal iluminando la parte superior del tronco. Nega posó su mirada en el hervidero de hormigas que cubría la corteza. En esos momentos estaban dando buena cuenta del cadáver de un kuy, una cría, a juzgar por su tamaño. Ceñudo, se levantó y escudriñó la espesura.
Sabía que estaba allí, en algún lado, oculta y asustada, atenta a sus movimientos para echar a correr. Encontrarla era cuestión de tiempo. Pero precisamente eso era lo que él, el mejor cazador de su clan, no tenía.
Continuará...

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